El viejo teleférico no era, tal vez, la forma más cómoda de alcanzar la otra orilla, pero en el intenso bochorno de julio se agradecía el leve refugio de aquel cubículo de metal y hierro.
Durante años había facilitado el cruce del río a los habitantes de las aldeas cercanas…y seguía haciéndolo pero, ahora, desvencijado y maltratado por el tiempo, no resultaba del todo fiable.
Miguel, como cada día, subió a la cabina; el tenue olor a sudor no pasó desapercibido para su agudo olfato. De una pasada, casi imperceptible, radiografió a sus acompañantes en la nueva travesía: una joven de unos treinta años en avanzado estado de gestación, una madurita que, por su ligereza de ropa y su manera de mascar chicle, dejaba vislumbrar la forma en que se ganaba la vida, y un sacerdote, de postura recta y semblante serio…singulares compañeros de viaje durante la siguiente media hora.
Un chasquido seco puso en marcha la oxidada maquinaria. El ruido férreo tan solo era acompañado por las incesantes pompas de menta de la prostituta.
El padre Daniel la miró con dureza:
- Hija…te importa…
Ingrid, irónica, contestó:
- ¿Es que quiere un poco, padre?- rió, burlona, al tiempo que repetía el molesto gesto a ojos del sacerdote.
Miguel observaba la escena, divertido.
Ariadna, la joven embarazada, ajena a cuanto sucedía, permanecía absorta en los reflejos plateados de los rayos solares incidentes en el agua.
A mitad del trayecto un brusco descenso desvió la tranquilidad rutinaria. Un grito, al unísono, de los cuatro ocupantes tambaleó el equilibrio del que anteriormente gozaban.
Miguel, atemorizado, asomó la cabeza por uno de los ventanales. El cableado que sujetaba la estructura se estaba soltando y el joven supo al instante que no soportaría durante mucho tiempo el peso de cuatro adultos.
El llanto y la histeria se apoderaron del pequeño receptáculo.
Ariadna, sentada en el suelo, extremadamente nerviosa, acariciaba su vientre.
- ¡Vamos a morir, joder, vamos a morir!- gritaba Ingrid a medida que iba abriendo las ventanas.
Un padrenuestro remataba la jugada.
Miguel, irritado, abofeteó a la prostituta hasta calmarla. El silencio se hizo eco.
- No aguantará demasiado, hay que aligerar el peso.
Miradas recriminatorias se dirigieron al joven.
- No me miréis así… ¿alguien sabe nadar?
Solo hubo silencio.
- Bueno, pues está claro que uno de nosotros no saldrá vivo de ésta- un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
El miedo se reflejó en cada uno de los rostros presentes. El tiempo pareció congelarse durante una fracción de segundo.
- Me da igual morir…pero no podéis matar a mi hijo…- Ariadna mantenía la mirada perdida, las lágrimas brotaban de sus ojos.
- Cada hijo de Dios sabe los pecados cometidos en su senda personal…ésta es una prueba de humildad y una muestra de arrepentimiento ante el Señor- los ojos del cura se clavaron desafiantes en la prostituta.
- ¿Insinúa que me tire, padre?¡y una mierda! ¡Si me muero yo nos morimos todos, se entera!
- El sacrificio por nuestros semejantes es símbolo de madurez y sabiduría en la juventud…Jesús dio su vida por todos nosotros- las palabras del párroco cayeron como una losa en la mente de Miguel.
Un nuevo zumbido hizo descender la cabina varios centímetros. La multitud se agolpaba en ambas orillas, expectantes ante la tragedia que se avecinaba.
El pánico mantenía al reducido grupo inmóvil por completo. Entonces, en un impulso repentino, Miguel se lanzó sobre el padre Daniel, arrojándolo por una de las oquedades abiertas.
Las mujeres, atónitas, no daban crédito a lo que acababa de ocurrir. El joven, sin levantar la vista del cuerpo que luchaba inútilmente por no hundirse, sonrió:
- Las religiones siempre han sido el opio del pueblo, padre.
Durante años había facilitado el cruce del río a los habitantes de las aldeas cercanas…y seguía haciéndolo pero, ahora, desvencijado y maltratado por el tiempo, no resultaba del todo fiable.
Miguel, como cada día, subió a la cabina; el tenue olor a sudor no pasó desapercibido para su agudo olfato. De una pasada, casi imperceptible, radiografió a sus acompañantes en la nueva travesía: una joven de unos treinta años en avanzado estado de gestación, una madurita que, por su ligereza de ropa y su manera de mascar chicle, dejaba vislumbrar la forma en que se ganaba la vida, y un sacerdote, de postura recta y semblante serio…singulares compañeros de viaje durante la siguiente media hora.
Un chasquido seco puso en marcha la oxidada maquinaria. El ruido férreo tan solo era acompañado por las incesantes pompas de menta de la prostituta.
El padre Daniel la miró con dureza:
- Hija…te importa…
Ingrid, irónica, contestó:
- ¿Es que quiere un poco, padre?- rió, burlona, al tiempo que repetía el molesto gesto a ojos del sacerdote.
Miguel observaba la escena, divertido.
Ariadna, la joven embarazada, ajena a cuanto sucedía, permanecía absorta en los reflejos plateados de los rayos solares incidentes en el agua.
A mitad del trayecto un brusco descenso desvió la tranquilidad rutinaria. Un grito, al unísono, de los cuatro ocupantes tambaleó el equilibrio del que anteriormente gozaban.
Miguel, atemorizado, asomó la cabeza por uno de los ventanales. El cableado que sujetaba la estructura se estaba soltando y el joven supo al instante que no soportaría durante mucho tiempo el peso de cuatro adultos.
El llanto y la histeria se apoderaron del pequeño receptáculo.
Ariadna, sentada en el suelo, extremadamente nerviosa, acariciaba su vientre.
- ¡Vamos a morir, joder, vamos a morir!- gritaba Ingrid a medida que iba abriendo las ventanas.
Un padrenuestro remataba la jugada.
Miguel, irritado, abofeteó a la prostituta hasta calmarla. El silencio se hizo eco.
- No aguantará demasiado, hay que aligerar el peso.
Miradas recriminatorias se dirigieron al joven.
- No me miréis así… ¿alguien sabe nadar?
Solo hubo silencio.
- Bueno, pues está claro que uno de nosotros no saldrá vivo de ésta- un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
El miedo se reflejó en cada uno de los rostros presentes. El tiempo pareció congelarse durante una fracción de segundo.
- Me da igual morir…pero no podéis matar a mi hijo…- Ariadna mantenía la mirada perdida, las lágrimas brotaban de sus ojos.
- Cada hijo de Dios sabe los pecados cometidos en su senda personal…ésta es una prueba de humildad y una muestra de arrepentimiento ante el Señor- los ojos del cura se clavaron desafiantes en la prostituta.
- ¿Insinúa que me tire, padre?¡y una mierda! ¡Si me muero yo nos morimos todos, se entera!
- El sacrificio por nuestros semejantes es símbolo de madurez y sabiduría en la juventud…Jesús dio su vida por todos nosotros- las palabras del párroco cayeron como una losa en la mente de Miguel.
Un nuevo zumbido hizo descender la cabina varios centímetros. La multitud se agolpaba en ambas orillas, expectantes ante la tragedia que se avecinaba.
El pánico mantenía al reducido grupo inmóvil por completo. Entonces, en un impulso repentino, Miguel se lanzó sobre el padre Daniel, arrojándolo por una de las oquedades abiertas.
Las mujeres, atónitas, no daban crédito a lo que acababa de ocurrir. El joven, sin levantar la vista del cuerpo que luchaba inútilmente por no hundirse, sonrió:
- Las religiones siempre han sido el opio del pueblo, padre.
Cheshire
2 comentarios:
¡Ostras nena!
Muy heavy, ¿no?
Me ha encantado, jeje
Muy buena la descripción. He podido visualizar todo el momento. ¡Qué tensión!
Un beso
Creo haber leído este relato antes, hace bastante tiempo, lo cual no quiere decir que haya perdido calidad. De hecho y casi por casualidad, hoy he escrito en mi blog algo relacionado con la Santa Iglesia.
Me parece un relato muy, muy bueno. La vez que lo leí te dije que daba para un cuento breve.
Te felicito.
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